El Mazamorral (relato de historia y fratricidio)
Apolinar Murillo Pinzón a quien sus conocidos llamaban Polo, era un muchacho de unos quince años, callado o reconcentrado y un poco arisco, delgado, pelo rubio, frente amplia y con ojos vivaces de color flor de borraja. Vivía todavía con sus padres en una casa colonial grande de teja y adobe con un gran solar ubicada a la salida de Puentenacional, donde su padre Zenón Murillo había habilitado un cuarto a la entrada como bodega para comprar café al menudeo y luego venderlo al por mayor ya encostalado.
Polo, como lo llamaban familiarmente, ayudaba a su padre en la bodega y asistía a la escuela municipal el último año de secundaria. Durante las vacaciones, su tío Isidoro quien conocía sus habilidades, innatas talvez, como rastreador y su certera puntería, le mandaba un caballo desde la finca la Asunción en Guavatá, para que lo asistiera o lo acompañara en las cacerías, especialmente de zorros, que solía realizar en esa propiedad y en la región aledaña. Isidoro tenía una pequeña jauría de 4 perros, tres hembras y un cachorro, marrones a manchas blancas, pelo corto y orejas no muy largas caídas, cazadores de raza alemana pero de varias generaciones en Colombia, adaptados y entrenados al sonido de un cuerno para perseguir zorros, zorros-perrunos y otros cánidos similares, que cuidaba con gran esmero en un gran corral caseta construido para tal fin no muy lejos de la casona principal.
Fueron bastantes las cacerías que compartieron, talvez pocas exitosas, pero más que la misma cacería del zorro, era la marcha a pie casi siempre de todo un día, de la tropilla de cazadores y peones ayudantes, por potreros y bosques frondosos, cañadas y quebradas, colinas y llanadas y hasta cerros montañosos y descensos, siguiendo a los perros aullando detrás de las huellas y rastros dejados por el astuto animal perseguido, que se daba la maña de entrecruzarlas o sobreponerlas o saltarlas y desorientar a sus ruidosos perseguidores. Una verdadera relación familiar respetuosa de compañerismo surgida en estas correrías, los aproximaba.
El domingo de primera semana de Octubre de 1899, después de la acostumbrada misa dominical, el activo y emprendedor párroco de Vélez padre José Nepomuceno Riaño, como era costumbre después de saludar personalmente en el atrio de la iglesia a los feligreses más notables e intercambiar algunas opiniones, le dijo a don Isidoro que deseaba hablar con él. En el camino a la casa cural tomándolo del brazo le expuso que había recibido la noticia desde Bogotá de que los liberales harían el pronunciamiento de guerra contra el gobierno a más tardar el 20 de ese mes en Bucaramanga o en Socorro. No era todo, el párroco de Puentenacional había sabido que su sobrino Apolinar junto con unos pocos jóvenes rebeldes de esa parroquia, se incorporarían en las tropas liberales. Convenía ir urgentemente a convencer a ese joven de su error y recupéralo para la patria cristiana. – “No se preocupe padre, hablaré con Polo tan pronto pueda y lo recuperaremos”, respondió Isidoro añadiendo que le avisaría.
En efecto dos días después, unas mañana aún fresca antes de la canícula solar, Isidoro llegó a la casa de su hermana Eulalia, madre de Apolinar y después de saludar también a su esposo Zenón Murillo, hermano de la esposa de Isidoro y tener una pequeña conversación, les pidió el favor que le prestaran a su hijo Apolinar porque tenía pensado realizar una cacería de zorro y lo necesitaba. Le dieron su consentimiento y Apolinar que llegó a la casa un poco más tarde al enterarse de la solicitud de su tío, estuvo de acuerdo en acompañarlo. Iniciaron el viaje hacia la Asunción por el camino a Guavatá, al principio ambos bastante silenciosos, pero pronto Isidoro le comentó a su sobrino en tono bastante familiar que había sabido se marcharía a la guerra. Apolinar detuvo el caballo y mirando fijamente a su tío le preguntó como lo había sabido. Isidoro le respondió con sinceridad que el párroco de Vélez había sido informado por el de aquí, de las intenciones de él y de sus amigos de irse a hacerle la guerra al gobierno y, por esa razón estaba tratando de explicarle el error en el que se encontraba.
Una intensa tensión surgió entre ambos en ese momento. Apolinar tomando aire, frunciendo el ceño y atirantando
las riendas de su cabalgadura respondió: – “Tío Isidoro, con todo respeto le digo que precisamente por esa tiranía que tiene montada los curas, es que me voy a combatirlos. He tomado esa resolución y no pienso cambiarla. Además le digo otra cosa tío; toda mi familia lo sabe y me apoya. Estamos en ruina. Desde hace más de un año nadie compra ni vende un grano de café y todo el mundo dice que para acabar con el mal gobierno de ese viejo loco de Anapoima, no hay otra salida que la guerra”. Luego dando la vuelta a su caballo y sin mediar más palabras se regresó por el mismo camino por donde habían venido. Isidoro perplejo ante esta sorpresa guardó silencio y con un gesto evidente de disgusto, reconcentró su pensamiento. Era una situación muy difícil para la familia, pero realmente había avanzado demasiado y se presentaba de manera sorpresiva. – Bueno, se dijo a sí mismo, si el muchacho en su rebeldía quiere probar esa suerte será difícil detenerlo ya, pero que toda la familia, como le había dicho, lo apoyaba en esa aventura, era una situación más complicada de lo esperado. Resolvió poner tierra y tiempo de por medio y espoleando al caballo marchó a paso ligero hasta la finca de Guavatá.
Una semana después, el 18 de octubre de 1899, Apolinar, junto con otros nueve muchachos amigos entre quienes se hallaban los hermanos Olarte, se enrolaron voluntariamente en la plaza de Puentenacional a la montonera organizada de 1.500 hombres armados llegados por el camino de Chiquinquirá, comandados por los generales Ramón Neira y Soler Martínez. Apolinar por su raza y apellidos fue designado comandante de un escuadrón nombrado como el de los Puentanos, dentro del batallón comandado por el coronel Temístocles Luengas: le dieron como dotación militar especial un machete de acero y un rifle Remington con 50 cartuchos que cargó a la espalda junto con la capotera con sus pocas pertenencias; para los demás, pesados fusiles comunes con un puñado de tiros. Sin demoras ni aspavientos a paso forzado, tomaron el camino hacia el Socorro a unirse a las tropas de Juan Francisco Gómez Pinzón levantadas contra el gobierno en su finca la Peña, quien junto con su amigo Francisco Albornoz, se habían proclamados ambos como generales.
Bordeando el rio Saravita por un camino no muy transitado, esa noche acamparon en las afueras del pueblo de Guepsa, en la finca denominada la Teja. Al otro día casi al amanecer continuaron pasando por la aldea de San Benito, hasta alcanzar el pueblo de Suaita donde acamparon, y al otro día, unidos con los voluntarios levantados en esta plaza recomenzaron la marcha. Hacía calor y el camino ya no cruzaba por un paisaje temperado, verde, frondoso y ondulado, sino por peñascos áridos de matojos, tierra rojiza dura y pedregosa que seguía la ruta del rio Saravita hacia Socorro. Aunque era un poco más amplio estaba reseco por la canícula y las pisadas de hombres y animales de carga levantaban un polvero blanco que hacía difícil la marcha; pero debían alcanzar a la mayor brevedad las tropas del general Gómez Pinzón que según se comentaba entre la tropa iba rumbo a Bucaramanga a deponer el gobierno de esa ciudad y a constituir uno nuevo, se decía, sin la tiranía de los curas y del viejo loco de Anapoima que firmaba los decretos presidenciales con un sello de caucho.
En marchas continuas acamparon en los caseríos de Guadalupe, Guapotá y Palmas del Socorro. Subieron varias cuestas y en medio de un repentino y torrencial aguacero llegaron a la ciudad comunera del Socorro. De allí se dirigieron luego a la Ciudad de San Gil y como la mayoría de jóvenes liberales habían marchado con el general Gómez Pinzón no hubo nuevas incorporaciones. Siguieron el camino de Pinchote, hasta que finalmente después de ocho agotadoras jornadas de marcha, alimentándose con las gallinas, pavos, yucas, plátanos, víveres despojados violentamente a los pobladores, más uno que otro novillo cebado, llegaron a la Mesa de los Santos, al sitio de la Granja, donde se encontraba el general Gómez Pinzón recuperándose de las grandes pérdidas humanas sufridas el 29 de Octubre pasado en un apresurado, desorganizado e infructuoso intento de tomarse el pueblo de Piedecuesta.
El 8 de noviembre se realizó la fusión de tropas: unos tres mil combatientes, y Uribe-Uribe recientemente llegado al campamento fue proclamado como jefe, designándose como segundo al general Neira. Acordado un rudimentario plan de ataque sobre Piedecuesta y Bucaramanga, se les ordenó a los soldados como medida de identificación, remangarse el pantalón de la pierna Izquierda hasta la rodilla y ponerse una ramita de hojas en la cinta del sombrero. Iniciaron la marcha por el boquerón de la Mesa de los Santos y el sitio de Corralejas hacia Piedecuesta, que se interponía en la toma de Bucaramanga, por lo que debía ser tomada a como diera lugar. Listos ya para el ataque más masivo que el anterior pero igual de desorganizado, los soldados liberales recibieron la alegre noticia de que el ejército gobiernista, unos 2.500 soldados, se habían retirado para hacerse fuertes en la capital departamental. La marcha continuó entonces hasta la población de Florida, donde acamparon esa noche, para entrar en el combate por Bucaramanga al otro día.
Bucaramanga era una ciudad mediana de cerca de 20. 000, habitantes entre rurales y urbanos, con un núcleo citadino aproximado de 11.500 pobladores, 2.000 casas, tres iglesias, 102 talleres artesanales e innumerables casas comerciales y tiendas: punto estratégico para los intercambios con el río Magdalena, la costa caribe y la vecina Venezuela y, donde los comandantes liberales esperaban un levantamiento popular sobre la base de la vieja rivalidad, pico de oro, entre artesanos con los grandes comerciantes que evitara la batalla, y que no ocurrió.
El gobernador de Santander general Alejandro Peña Solano y los generales Vicente Villamizar junto con el defensor de Piedecuesta Juan B Tovar, habían dispuesto, parapetado y atrincherado sus 2.500 soldados gobiernistas en bardas, muros, tapias de adobe, casonas y torres de las iglesias, con vigilantes y francotiradores armados de buenos rifles y abundante munición.
Para cumplir su función de centro comercial cafetero, Bucaramanga había adquirido la forma de una cometa o papelote, acostada en una meseta soleada, cálida y arbolada, bordeada de altos barrancos terrosos de tierra rojiza, cuya cola llegaba por el sur hasta la Puerta del Sol en el camino a Florida y por sus lados; hacia el occidente por el camino hacia Girón, por el oriente la calle del comercio prolongada en el camino hacia Pamplona, por el Nororiente el barrio Payacuá con el camino de Lebrija y por el norte, después de la quebrada seca con el camino de Rionegro el que se bifurcaba en los llamados llanos de Don Andrés (Serrano) y la quebrada de Chapinero, en el camino hacia Matanza.
El 12 de noviembre, después de que el general Uribe-Uribe solicitara infructuosamente en dos ocasiones a las autoridades civiles y militares de Santander, la rendición de la ciudad; el coronel Liberal Emilio Matiz en una embestida impetuosa, imprevista, desorganizada, es decir en montonera; imprudentemente implicó un asalto por el sur en la quebrada de la Iglesia y el caserío de la Pedregosa. Comprometiendo en combate a todo el ejército durante todo ese día. Los liberales pretendieron al día siguiente 13 llegar a toda costa al norte, a los llanos de Don Andrés para contactarse con los refuerzos liberales que venían por el camino de Matanza; pero fueron detenidos en los barrios aledaños a la Puerta del Sol por las tropas gobiernistas, que al grito unánime de viva la inmaculada concepción, viva la republica cristiana de Colombia, vociferada como incitación al combate, desde las torres de la iglesia de san Laureano por el sacristán Florencio Torres, con una inmensa bocina de latón previamente elaborada en la fundición de Bautista Penagos; rechazaron con muy buena puntería las cargas de machete desesperadas de los bisoños jóvenes liberales, en un encarnizado combate que resultó desastroso para los atacantes quienes al final tuvieron innumerables prisioneros, cerca de 500 heridos y más de mil muertos; entre ellos, despanzurrados, los impetuosos comandantes generales Gómez Pinzón y Agustín Neira.
Apolinar recibió el golpe seco seguido del quemonazo de un tiro de máuser, frontal en la cara externa del muslo Izquierdo que sin comprometer grandes vasos, si fracturó el hueso fémur en su tercio medio; era una herida fea, anfractuosa, descarnada, sangrante y abierta, muy dolorosa y aterrorizante, que le impedía moverse. Sus compañeros del escuadrón de los Puentanos, había quedado desintegrado totalmente. Un vecino de combate a quien no conocía se acercó donde Apolinar yacía quejumbroso, le rasgó a lo largo con un puñal la manga del pantalón y le sopló en la herida un buche de aguardiente que dejó inconsciente al herido durante algunos minutos, cuando volvió en si la herida tenía un trapo blanco que a manera de una banda le sujetaba el muslo ensangrentado. Apoyado en los hombros del compañero y saltando en un pie fue cojeando a los gritos hasta un sitio atrás de la línea de fuegos donde malamente en medio de lamentos, alaridos y entre una apretada masa sanguinolenta inidentificable, yacían sobre el suelo de tierra sus compañeros sangrantes, mutilados y destripados, algunos ya agonizantes. Cuando sonó la corneta tocando retirada Apolinar vio que su herida estaba cubierta por un coagulo que empezaba a endurecerse y la hemorragia empezaba a disminuir. Vino un médico medio calvo de bigote grande, silencioso, con cara ojerosa y desencajada que vestía un levitón largo embarrado y le vació directamente en la herida un chorro de ácido fénico; luego les dijo a sus auxiliares acompañantes que le entablillaran lo mejor posible toda la pierna y lo sacaran hacia la retaguardia.
Allí estaban los heridos no tan graves lo que dio a Apolinar un poco más de confianza. Uno de los auxiliares del médico le dio una pequeña botella llena de ácido fenico y le dijo que todos los días de ahora en adelante y preferiblemente en horas de la mañana tenía que destapar la herida y echarle un pequeño chorrito de ese líquido: debía administrarlo muy bien porque esa era su salvación. Las tablas con que le habían inmovilizado la pierna dejando la herida al descubierto debían siempre estar muy bien amarradas sujetando la pierna. Luego desapareció para regresar un poco más tarde con una horqueta de un palo grueso. Calculó el tamaño desde la axila hasta el borde del pie, cortó el tronco con el machete y se la entregó a Apolinar. Ese era su medio para caminar en medio de los más imposibles dolores, con una sed abrasadora y una fiebre que empezaba a atormentarlo, se unió a la marcha de cerca de 100 espectros heridos, sangrosos y quejumbrosos que tomaron el camino hacia Piedecuesta.
Lentamente a salticos, apoyándose en la horqueta debajo de la axila izquierda pudo avanzar en una marcha de ansiedad aterrorizante, un dolor profundo persistente, el sofoco de la sed y la fiebre, además del polvo, hacían un camino sin final. Extrañamente sin ser perseguidos por las tropas del gobierno, llegaron a Piedecuesta donde con los demás heridos afiebrados, baldados y mutilados, improvisaron un descanso en el atrio de la Iglesia. Personas misericordiosas o caritativas les llevaban panes y calabazos con agua fresca. Una, se la terció Apolinar a manera de cantimplora para él y sus compañeros de viaje. A la mañana siguiente el responsable del grupo ordenó seguir: no era posible quedarse si querían seguir con vida. Todos haciendo un supremo esfuerzo continuaron la marcha hacia los caseríos de Bore y Umpalá. Pesadamente, haciendo breves paradas para mitigar la sed, pasaron por el cañón ardiente y reseco del río Chicamocha, el camino ahora de piedras blanquecinas, subía un cerro macizo serpenteando y haciendo enormes curvas por entre barrancos y cañadas erosionadas de árboles raquíticos, rastrojos y matorrales espinosos; luego
bordeando difícilmente un pequeño rio, llegaron finalmente al caserío silencioso de Umpalá. También allí, en el espacio amplio de una especie de plaza central a la entrada de una pequeña iglesia o capilla, personas conmovidas ante la visión de tanto dolor y sufrimiento juntos, les ofrecieron algunas comidas y bebidas endulzadas con panela.
Un señor de mediana edad con cierta apariencia, mirando fijamente a Apolinar se le acercó y directamente le pregunto si era de Puentenacional. Apolinar movió la cabeza afirmativamente y el hombre agregó:- “Ya lo decía yo que lo conocía a Usted. Yo he hecho negocios de café con su papá y ahí lo miré a usted”. Luego agregó:- “Quédese donde está que ya regreso por usted”. Un rato después llegó nuevamente esta vez con cuatro peones quienes muy rápido armaron un guando con dos varas de madera y una hamaca para trasportar a Apolinar.
Después de despedirse tristemente de sus compañeros de dolor, fue trasportado en turnos por los peones durante una media hora, subiendo por un camino un poco más cómodo y fresco llegaron a una casa colonial de un piso, techo de teja roja y un gran alero salido sostenido por varias vigas de madera como columnas, que cubría un zaguán de baldosines rojos de ladrillo y puertas de madera vieja altas y estrechas. Cuando llegaron, el hombre que le había dado tal ayuda se identificó: -“Me llamo Manuel Lamus y vivo aquí en esta finquita solo, porque mi esposa murió el año pasado, y mis dos hijos los mandé a estudiar a Bogotá. Aquí puede quedarse sin problemas mientras se mejora, porque nadie va a venir a buscarlo en estas soledades. Hay una familia de arrendatarios muy serviciales que vive en la casa y me hacen el oficio doméstico. Ellos le darán lo que necesite por si yo no estoy”.
Luego, llamado al arrendatario lo presentó: “Él se llama Domingo Cubillos y la esposa es Marujita”. –“Mucho gusto. Mucho gusto”, dijeron quitándose el sombrero y enseguida ayudándole con la horqueta, lo llevaron a una habitación fresca y amplia con una cama tendida. Ya sobre la cama, Apolinar con dificultad se hizo la curación con el ácido fénico y le pidió a Marujita un trapo limpio para remplazar la banda sangrosa que traía y si fuera posible, una muda de ropa limpia cualquiera. Ella vino con su esposo y ambos le limpiaron la sangre, lo cambiaron y lo acomodaron. Domingo mirando la herida ya un poco más limpia le dijo que lo mejor era meterle diariamente un taco de panela raspada dentro y permanecer con las tablillas. Así había curado él un caballo con una herida muy profunda y fea en un anca que le había hecho un toro al embestirlo. Como ya quedaba poco acido fénico en la botella, Apolinar aceptó sin mucha resistencia el tratamiento. Fue así como pronto empezó la fiebre a disminuir y el apetito regresó lentamente.
Diariamente venía el señor Lamus y en medio de una charla muy corta se enteraba de la evolución de la herida. Pasadas unas semanas, Apolinar empezó a movilizarse primero en la habitación dando unos pocos pasos apoyado en la horqueta y luego hacia el zaguán para recibir unos minutos de sol. La herida comenzó a cicatrizar con una piel sonrosada y extraña cubriendo debajo una masa deforme, dura pero indolora lo que le permitió una mayor movilidad.
Dos meses después el señor Lamus le dijo que podía quitarse las tabillas e intentara mover la pierna, pero un calambre muy doloroso, lo tiró al piso en medio de un alarido. El arrendatario Domingo vino alarmado y al saber la causa de la caída le dijo:-“Mire patroncito, tiene que hacerse un sobijo diario con sebo de res para que se afloje nuevamente la carne que está tiesa. Mañana le traigo un poco”. Apolinar volvió a hacerle caso y empezó a frotarse la pierna varias veces al día sobre todo en la rodilla donde había sentido el calambre y a moverla lentamente. Pronto descubrió el beneficio del sobijo con el sebo de res. Ya podía asentar el pie en el piso pero notó que la pierna Izquierda deformada había quedado un poco más corta que la derecha y al tratar de caminar debía cojear para no perder el equilibrio. Sin embargo siguió entrenado la nueva marcha coja. Se sintió más seguro y confiado y le dijo al señor Lamus que quería hacer algún trabajo para ganarse la comida y tratar de pagarle algo de lo que había hecho por él. El señor Lamus le dijo que lo había hecho por solidaridad y que no le debía nada, pero si quería hacer algún trabajo se pusiera de acuerdo con el arrendatario Domingo a quien él instruiría. Fue así como pronto terminó haciendo intensas faenas de ganadería que desconocía. Enlazar una res con un rejo de cuero desde una mula, tumbarla y maniatarla para curarla, destetar terneros de sus madres, ayudar en la castración de los toretes para convertirlos en novillos de ceba y poderlos vender en Piedecuesta. Ese era el negocio con el que su protector el señor Lamus, había reemplazado los cultivos de café.
Un año largo, sin contar los meses de la recuperación, trabajó Apolinar en esas faenas sin cobrar un centavo. Se levantaba muy de madrugada y regresaba de noche rendido prácticamente a dormir, sin tiempo para mayores conversaciones con el señor Lamus, quien a pesar del poco intercambio le informaba del curso de la guerra que aún se estaba desarrollando allá afuera. Así se enteró Apolinar de la gran matazón humana y la derrota liberal definitiva, ocurrida en mayo del 900, en el cerro de Palonegro cercano a Girón, 6 meses después del desastre suyo en Bucaramanga, y de cómo la guerra de grandes batallas se había transformado en una guerra de guerrillas en casi todo el país, aunque sin lograr derrotar al gobierno conservador; por el contrario, con reveses muy grandes para los liberales. Entonces pensó que era hora de ir a visitar a sus padres que lo debían dar por muerto. Le pidió prestados al señor Lemus 10 pesos, que necesitaba de urgencia sin mayores aclaraciones, que él le dio sin hacer preguntas pero mirándolo fijamente a los ojos. Luego le dijo: -“Se los doy en monedas porque los billetes nadie los recibe. No valen nada”.
Una mañana muy de madrugada sin decir nada a nadie ni despedirse siquiera, Apolinar metió su puñal envainado dentro de la camisa, se terció una pequeña capotera con algunos enseres y tomó de regreso el mismo camino quebrado y pedregoso que por entre cerros pelados lo había traído desde Piedecuesta, a donde llegó al anochecer. Buscó la fonda caminera a la entrada del poblado y allí contrató posada por unos pocos cuartillos. Había varios arrieros y transeúntes. Tomó una sopa de harina de maíz con hojas de col que llaman mazamorra y se dispuso a reposar en el rincón asignado. Uno de los arrieros le pregunto por su cojera, a lo que Apolinar se limitó a decirle que la coz de una mula le había jodido la rodilla.
Como el hombre mostró cierta curiosidad Apolinar le preguntó sobre los caminos hacia las ciudades del Socorro y Vélez. Le dijo que había muchos controles y vigilancia y que a los jóvenes solos o vagabundos de la guerra los amarraban para llevarlos a los combates, y en seguida le preguntó:- ¿”A dónde se dirige el amigo”? Apolinar le respondió que a Vélez. El hombre, al parecer buen conocedor de caminos, entonces le aconsejó: -“Si no quiere que se lo lleven obligado a la guerra, es mejor que dé un rodeo grande y se vaya por el rio Magdalena. Es muy largo pero más seguro. Por aquí está muy difícil cruzar. No dejan pasar hacia Bogotá ni siquiera a los arrieros conocidos con sus recuas”. – ¿“Y como sería ese camino”? Pregunto Apolinar. El hombre le explicó que pasando por Girón y sin detenerse buscara el embarcadero o puerto sobre el rio Sogamoso; allí en
alguna canoa se hiciera llevar hasta Barrancabermeja, donde debía buscar otra canoa rio arriba hasta la desembocadura del rio Carare. Ahí comenzaba el camino que lo llevaría a Vélez.
No hablaron más. Muy temprano, antes del alba, Apolinar silencioso emprendió la marcha con la ruta muy bien trazada en su cerebro. La que realizó en un mes de travesía, llenos de padecimientos y privaciones: plagas de mosquitos, hambre, sed y cansancio insufribles, dolor de la pierna herida y un calor húmedo e irrespirable; finalmente, demacrado, casi esquelético y avejentado por dentro y por fuera, llegó a Vélez a mediados de 1901. Sin embargo aún le faltaban los pocos kilómetros del tramo hasta su casa paterna en Puentenacional, los que caminó con su cojera característica. Al llegar a su casa, su madre al verlo no pudo contener el llanto; se abrazaron y lloraron juntos mientras entraban a la casa a reencontrarse con su padre y sus hermanos menores Manuel y Luis Carlos.
Apolinar se mantuvo muy discreto en la casa ayudando a su madre en pequeñas labores cotidianas, prácticamente sin hacerse notar o dejarse ver de nadie. Al atardecer hablaba con su padre sobre la guerra y su curso que empezaba a prolongarse demasiado, cuyos aspectos más destacados le fue relatando así: Después de la desgraciada acción liberal en Bucaramanga, los pocos sobrevivientes del ejercito liberal se retiraron muy derrotados hacia la zona de la frontera con Venezuela buscando la ayuda en rifles y dinero prometida por el presidente Cipriano Castro a los jefes liberales. En Cúcuta se juntaron las tropas traídas del Casanare y Boyacá por el anciano gamonal llanero Vargas Santos con las de Ocaña de Justo Durán y las de Benjamín Herrera de Pamplona, en total unos 4. 000 hombres todavía mal armados, pero dispuestos a marchar sobre Bogotá y a derrocar el gobierno conservador. Pero, como siempre, una profunda rivalidad entre ellos por la jefatura única del Liberalismo echó a perder todos esos esfuerzos.
El gobierno conservador del viejito achacoso Sanclemente, tal y como se vino a saber unos meses después, era manejado con un sello de caucho con la firma suya, por una camarilla a cargo del ministro de gobierno Rafael María Palacio y del ministro de guerra general José Santos, medio hermano del anciano jefe supremo de los ejércitos liberales generalísimo Vargas Santos; camarilla que estaba interesada en que la guerra se prolongara para sacar de la crisis al gobierno conservador y enriquecer aún más a sus partidarios, con emisiones desaforadas de dinero, contribuciones forzadas para la guerra y expropiaciones, y sobre todo, para negociar los beneficios de moneda extranjera del contrato internacional con la compañía del canal de Panamá.
En la historia de nuestro país y sus guerras, siempre ha sucedido lo mismo: En ambos partidos, tanto en el Liberal como en el conservador siempre han habido dos bandos; unos partidarios de la guerra que llaman guerreristas y otros partidarios de enriquecerse con los negocios que esta empresa genera llamados pacifistas. Esta ha sido la eterna gran desgracia de la historia colombiana.
El ministro de guerra de Sanclemente José Santos de acuerdo con su hermanastro el generalísimo liberal Vargas Santos, dio la orden a los generales conservadores que dejaran pasar a las tropas liberales que marchaban hacia Bogotá y así, en el rio Peralonso cerca de Cúcuta, a fines del 99, se dio un encuentro que terminó en una victoria militar muy bien utilizada por los jefes liberales para rearmarse con los pertrechos y prisioneros capturados y relanzar la guerra. Sin embargo, pocos días después, los hacendados y jefes militares del gobierno conservador del bando guerrerista Manuel Casabianca, Prospero Pinzón y Arístides Fernández, percibieron el daño a sus intereses de las maniobras dobles del ministro de guerra José Santos; lograron su destitución para ocupar ellos posiciones claves en las jerarquías militares y gobernativas y tratar de detener la marcha del ejercito liberal hacia la capital de la república: El gamonal tolimense y general Casabianca asumió en diciembre del 99 la jefatura máxima del ejército oficial, en abril del 900 el gamonal boyacense y general Próspero Pinzón remplazó al gamonal vallecaucano general Jorge Holguín Mallarino, como jefe del estado mayor del ejército oficial y el plebeyo policía, trepador sin escrúpulos Arístides Fernández, afianzó su poder en Bogotá y Cundinamarca como director general de la
policía nacional. Entonces el gobierno cambió de estrategia y decidió cercar a las tropas liberales para no dejarlas pasar del cañón montañoso del rio Chicamocha hacia el interior.
Así se forzó la inhumana y matazón ocurrida entre 11 y el 26 de mayo de 1900 en el cerro yermo de Palonegro cercano a la población de Girón, en donde en improvisadas y asquerosas trincheras con un enajenado e inhumano furor fratricida se enfrentaron “a puchos” durante 15 días, entre misas, rezos e insultos cerca de 20.000 colombianos, es decir mediante pequeñas cargas a tiros de fusil y combate de machetes cuerpo a cuerpo, dejando tendidos en los campos aledaños para festín macabro de los gallinazos o chulos cerca de 1.700 soldados liberales y otros tantos heridos y, cerca de 1.600 soldados conservadores muertos y 2.300 heridos. Pero además, como los liberales dada la espantosa sustracción de materia debieron abandonar sus trincheras en precipitada retirada o fuga, el bando conservador logró hacer más de 1.000 prisioneros políticos, la mayoría de los cuales fueron a morir en las cárceles y panópticos del gobierno a manos del director de la policía nacional general Arístides Fernández.
Con esta trágica situación, el grupo guerrerista conservador endureció su posición y para fortalecer aún más sus poder, dos meses más tarde el 31 de julio de 1900, depuso en la población de Villeta mediante un golpe de cuartel humillantemente, al moribundo anciano Sanclemente, quien murió poco después sin dejar rastro, para colocar en su lugar al viejo gramático Bogotano Manuel María Marroquín, encargado de continuar las negociaciones internacionales sobre el canal de Panamá y, junto con el nuevo ministro de guerra general de la policía Arístides Fernández, prolongar la guerra a muerte trasformada a pesar de la desautorización de los jefes liberales, en una guerra de guerrillas la mayor parte del territorio colombiano, incluida la provincia de Panamá, aunque con pocas posibilidades prácticas de triunfar.
A comienzos de 1902, el coronel Nepomuceno Fajardo comandante de las guerrillas liberales en la provincia de Vélez hizo llegar a Apolinar en su casa, un mensaje personal con un mensajero de total confianza, donde le decía que conociendo su valentía y sus habilidades como franco tirador mostradas en el combate de Bucaramanga lo invitaba a unirse a sus pequeña fuerza. En caso de que decidiera venir debía confiar en el mensajero. Apolinar no lo pensó demasiado, le dijo al mensajero que viniera al otro día muy de madrugada y con un silbido suave se hiciera notar. Así ocurrió y pronto, Apolinar con su marcha característica seguía los pasos apresurados del mensajero que por el camino que de Puentenacional lleva a Guavatá pasa por el cerro de Juyamuca. En un paraje más o menos boscoso y solitario cuando apenas comenzaba a clarear salieron del camino principal hacia el oriente y se internaron en un bosque más tupido y frondoso que bordeaba la montaña.
Cruzaron varias colinas por una trocha casi invisible al ojo de un inexperto hasta encontrar un pequeño campamento para albergar unas 40 personas, hecho con toldos de lona y algunos refuerzos de troncos de madera que parecían muy provisionales. Allí estaba el coronel Fajardo quien le dio un abrazo de bienvenida a Apolinar y lo felicitó por su decisión le dio un fusil Gras francés de largo alcance con 150 cartuchos, y a continuación le dijo que con su puntería ahora más afinada, debían ser 150 sacristanes “godos”. Lo celebraron a carcajadas. Luego le dijo que bajando el cerro y en el camino hacia Vélez estaba acampado el famoso “batallón Somondoco”, terror de la provincia y encargado de cumplir las órdenes de Marroquín y su ministro de guerra general Arístides Fernández de fusilar los prisioneros liberales capturados. Pensaba darle un escarmiento. Esperaba al fin de mes, cuando venían las mulas con las monedas para la paga oficial de los oficiales y soldados. Se necesitaba el dinero para comprar víveres y nuevos pertrechos en el rio Magdalena.
Como se planeó el asalto sucedió: Apolinar apostado a cierta distancia desde una loma que dominaba el camino, mato las tres mulas con tres disparos. Los demás compañeros cayeron sobre los cinco despavoridos guardas y a machete limpio, dieron cuenta de ellos. Luego, distribuyeron los bultos de monedas entre sus propias mulas de manera que estuvieran más livianas para aligerar el paso y se internaron nuevamente en el bosque en dirección opuesta al campamento hacia el camino de Guavatá con el fin de que si las tropas del gobierno seguían las huellas o el rastro, fueran a dar a otra parte donde no las podrían identificar por el tráfico que por allí se daba. El éxito fue total, sin persecución oficial mandaron dinero a las poblaciones de Jesús María y el Encenillo que les servían de retaguardia y, otras mulas salieron por el caserío de Bolívar en busca del camino del Carare hacia el rio Magdalena.
El Padre Riaño esperó hasta el siguiente domingo para poner a Isidoro al corriente de la peligrosa situación que se estaba organizando precisamente en un territorio bastante cercano a su hacienda la Asunción de Guavatá. Informado completamente, le ofreció su concurso al Prefecto de Vélez y a los comandantes militares del “batallón Somondoco” para encontrar a los guerrilleros liberales. En la finca Isidoro llamó a Alipio su arrendatario de toda la vida y le dijo que había que enseñarles a los perros a seguir rastros humanos y lo más pronto posible. Una semana después los perros estaban listos dándoles a oler ropas sudadas y sucias de trabajadores, las escondían lejos entre los árboles y cuando las encontraban les daban un pequeño pedazo de carne cocinada.
Empezaron por el sitio donde ocurrió el asalto a las mulas. Los perros a pesar del tiempo trascurrido descubrieron el rastro y fueron a salir al camino de Guavatá, siguieron buscando por los bordes del camino, hacia arriba y hacia abajo hasta que finalmente encontraron una pista. La siguieron y llegaron al campamento pero este ya había sido abandonado. Ahora era más fácil; con las huellas dejadas iniciaron la búsqueda pero esta vez mandaron llamar al comandante del batallón, quien convencido por la evidencia ordenó a su segundo al mando perseguir con cien hombres bien armados al grupo guerrillero. El rastro los fue llevando por el camino de Guavatá a Puentenacional y por un desvío continuaba por el camino hacia Santa Sofía en Boyacá. Era obvio que la guerrilla liberal daba un rodeo por Chiquinquirá para buscar el camino a Albania en Santander y nuevamente cerrar el círculo en Jesús María y el Encenillo.
Los alcanzaron en el alto del Mazamorral ya casi en los límites con Boyacá el 26 de febrero de 1902. El coronel Fajardo desde la altura del cerro los vio venir subiendo por el camino y ordenó a sus 40 hombres emboscarse en las colinas buscando el fuego ventajoso hacia abajo. A Apolinar le encomendó hacerse cargo de los dos comandantes que venían a caballo dirigiendo la operación. Cuando estuvieron a distancia de tiro hubo una descarga cerrada ordenada por el coronel Fajardo. Con la señal Apolinar también disparó y los guerrilleros vieron caer varios soldados al piso y a uno de los comandantes desplomarse del caballo con la cabeza despedazada. Repuestos de la sorpresa y con más de 20 bajas el comandante militar ordenó con un nutrido fuego una maniobra dividida en cerco al grupo emboscado.
El intercambio de fuegos duro cerca de dos horas, pero por la escasez de pertrechos y la superioridad táctica de las tropas del gobierno fueron copados. Algunos se rindieron. Apolinar y el coronel Fajardo aprovechando la distracción de las tropas capturando a los guerrilleros, lograron burlar el cerco y adentrarse en un bosque que les permitió escapar hacia abajo del cerro con rumbo al poblado de Jesús María. Al pasar cerca de donde estaban los cadáveres de los gobiernistas muertos, Apolinar, reconoció en la distancia los perros de su tío Isidoro que entre aullidos quejumbrosos le lamían la cara a un cadáver de su amo con la cabeza despedazada. APS. 13. 09.2015.
Por:Por Alberto Pinzón Sánchez